Hemos reflexionado sobre aquel momento de la muerte de Jesús, el viernes de su crucifixión: su dolor desgarrado, la misma soledad hostil en que va sucediendo todo si exceptuamos a sus seres queridos, su madre, asida al madero por donde fluye la última sangre de Jesús; su discípulo amado, Juan, como el único leal de entre sus escogidos en ese momento; las fieles mujeres que le habían servido acompañándole desde Galilea, y enfrente, la hostilidad de sus enemigos que se burlan, la indeferencia de unos soldados, sicarios acostumbrados a resbalar sobre el dolor mientras se juegan a los dados sus vestidos; los dos ladrones con él crucificados…En aquel misterioso oscurecer, iban sonando entrecortadas las graves palabras de Jesús agonizante, turbado por el dolor y la sangre que vela su mirada: Palabra de intercesión ante el Padre a favor de los que “no saben lo que hacen” (Lc 23, 34); palabra de cercana esperanza “hoy estarás conmigo en el Paraíso” para quien a última hora supo granjearse el cielo ejerciendo la compasión.Y, sintiendo conmoverse, sin duda, sus entrañas, las palabras de la entrega de sus últimas intimidades, su madre, testamentada mediante Juan a toda la humanidad: “¡Mujer (no madre, para no herir más su dolor, porque ella va a ser la nueva madre de los vivientes, la nueva Eva que engendrará hijos en la gracia contra los hijos del pecado en la primera), ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre!”.Aunque ese momento en que Cristo nos da en testamento a su madre desde la cruz es algo así como la confirmación de la entrega antes de partir hacia el Padre, la maternidad espiritual de María no comenzaba ahí: se había iniciado en el fiat de Nazaret, porque si Cristo recapituló en sí a toda la humanidad, María debía ser reconocida ciertamente, también desde ese momento, como madre espiritual de los recapitulados en su Hijo, la nueva humanidad. La maternidad espiritual de María, o en el orden de la gracia, fluye desde su mediación (al lado de su Hijo, el único mediador) como desde un canal o cuello por el que nos llegan las gracias. Así lo quiso su Hijo, para hacernos, quizás, más confiadamente asequible el acceso a su mérito redentor.En retorno a las gracias que nos obtiene nuestra madre, todos sus hijos debemos aprender a practicar en aquellas virtudes que se significaron en María como discípula de su Señor: la fe que se adhiera confiadamente, primero personalmente a Dios en su Hijo, y consecuentemente a todas sus exigencias; fe por encima de conveniencias y de eventualidades. Y unid a ella, la obediencia de entrega a sus designios, tanto en los fiat que cuestan lágrimas como en los que parece que van bien con nuestros deseos y apetencias.Capítulo IV del libro “Las doce estrellas de la mujer del cielo” de Luís Martínez
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